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LA RELIGIOSIDAD EN EL JARDÍN DE LA INFANCIA

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Una consecuencia de nuestra infantilización tardía es el espíritu religioso y mágico. Deriva de nuestra componente mamífera, que genera en torno al individuo nacido en el grupo todo un espacio familiar de tutela, ayuda, socorro y protección. La presencia de la madre adquiere desde el momento mismo del nacimiento una importancia vital. La madre (y, posteriormente, el padre) se sitúan en el vértice del universo de los hijos. Atienden todas sus necesidades, los protegen del exterior, los amparan del peligro, les buscan alimento y cobijo, son providentes. El espacio que marca la presencia de los progenitores subraya los mismos límites de la realidad de los hijos, unos límites que les acompañarán a lo largo de toda su vida, en el sentido de que el mismo proceso de protección y ayuda los convierte en seres limitados que no adquieren su autosuficiencia porque permanentemente necesitan de un referente y de un sentido. Los psicólogos advierten del peligro que entraña dispensar excesiva protección al niño porque a la larga lo que se le está provocando es una mayor indefensión ante la vida y una permanente incapacidad de afrontar y resolver problemas por sí mismo. Una vez emancipados del medio familiar siguen persistiendo sus carencias, sus limitaciones, su necesidad de dependencia y  protección.

 

La solución a esta psique mutilada, a este sentido de dependencia infantil que persiste en la edad adulta, solo la pueden hallar los mismos mecanismos mentales de proyección de ese universo familiar perdido de tutela y protección, de ayuda ante el peligro y control de la incertidumbre, de consuelo ante la aflicción, de cura del dolor, que se desplazará esta vez al espacio exterior.  Solo la puede dar, en suma, el mundo religioso, mundo de mitos en el que el hombre busca y encuentra su realidad perdida, donde recuperará su infancia, esa época de seguridad añorada de la que no quiere porque no puede escapar. Aunque no lo advierta ni lo acepte conscientemente, el creyente que, en un momento de desesperación exclama: “¡Ay, dios mío!”, actúa igual que un niño pequeño, que cuando se ve desamparado o ante una situación de peligro llama a sus padres, grita “¡Papá! ¡Mamá!” El catolicismo ha creado toda una familia donde sus fieles son hermanos entre sí, son “hijos de dios” (Padre nuestro que estás en los cielos...) y además tienen una Madre también.

 

Según dicen, recientemente hubo una encuesta en Francia sobre la fe en dios, y una gran mayoría ha declarado que no cree en su existencia porque si dios existiera no consentiría que ocurrieran tantas catástrofes y calamidades. En realidad lo que los encuestados han puesto en duda no es la fundamentación ontológica y existencial de sí mismos y del Universo. No, lo que los encuestados han declarado es que han perdido su fe en el padre previsor y protector y por tanto lo han destronado. Sus más íntimos deseos de paternidad protectora y consoladora se han desmoronado a la vista de los acontecimientos. Precisamente en previsión de los efectos devastadores de la fe en el padre, el cristianismo le dió un hijo al que martirizó por el bien de todos.

 

            La gran paradoja de todo espíritu religioso estriba en su capacidad de armonizar el infantilismo con las instancias represivas

 

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